Selva dormía plácidamente. Apenas un haz de luz blanca entraba por su ventana, el cual hacía brillar aún un poco más su elegante rostro. El ritmo de su respiración era muy tranquilo, su cuerpo parecía relajado, sus pies estaban descubiertos y había un cierto aroma a lavanda, por acción de un sahumerio que había estado prendido durante bastantes horas.
Soñaba que estaba en una prisión, y que muchos convictos y convictas la miraban con ojos perturbadores. Ella estaba sola en el medio de un pasillo en donde innumerables personas vestidas de gris la miraban pasar y le gritaban cosas, la injuriaban. Selva se sentía observada, y sobre todo confundida, pues ella no sabía cuál había sido su delito, no tenía idea de por qué estaba allí; sólo sabía que le esperaban dos años de prisión, durante los cuáles iba a tener que convivir con todos ellos, en ese calvario. De repente, uno de los uniformados señores, le tira una piedra mediana desde una especie de balcón, y en ese momento despierta.
Miró a su alrededor, la música de Amelié sonaba a lo lejos, las ventanas se habían abierto de par en par por acción del viento; los rayos intensos del sol entraban a la habitación. Su muchacho, con una sonrisa enorme la estaba mirando mientras juntos despertaban en aquella mañana de noviembre. Él acariciaba su blanco camisón, y ella sonrería como una niña en medio de un jardín de flores...
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